jueves, 21 de mayo de 2009

INDIGENISMO

NEXOS JUNIO 1999; No. 258
Sociedad
DEL INDIGENISMO
Por Luis González de Alba
El mundo es de los eufemismos.
Todo es falso en el indigenismo. Todo.
“Si hoy podemos trabajar menos horas para comer, y emplear más tiempo en el de­sarrollo propio, es porque podemos entregar nuestro trabajo elaborado en una com­putadora provista de un programa eficaz. Son muchas las ciencias que conflu­yen para ese resultado. Ninguna fue creada por alguna cultura india. Esa es hoy su gran contradicción: que desean los bienes, pero ignoran cómo se producen”.
Hasta el nombre. Somos indígenas mexicanos todos los nacidos en este país, independien­temente de que tengamos bigote y barba abundante o no, manos grandes o chicas; ojos rasgados hacia arriba, como pintados por Diego Rivera, o rectos y hasta caídos hacia abajo; pómulos anchos y asiáticos, o conve­xos, corte de cara largo o redondo, piel morena o clara, ojos cafés o azules, pelo negro o rubio. Se es indígena de Francia por nacer allá. Umberto Eco es indígena de Italia, Aznar es indígena de España y Carlos Tello es indígena de México.

Quienes dicen “indígena” quieren suavizar el término “indio”, pues esa expresión ya causa inquietud en el mundo de eufemismos en que vivimos. De pronto desaparecieron los co­ches usados, ya sólo se anuncian “autos seminuevos”; no hay ciegos, sino invidentes; no existen los cojos, los mancos ni mucho menos los inválidos: se volvieron primero discapa­citados y finalmente minusválidos; los negros son “personas de color”, como si no tuviera todo el mundo algún color; los abortos son “interrupciones del embarazo”, y por supuesto los indios se volvieron “indígenas”, tomando en exclusiva una definición que pertenece a todo nativo de un lugar.
Las dos caras del indigenismo

El indigenismo, definido como esa convicción de que el indio nos necesita a los no indios, de que un Bartolomé de las Casas palpita en nuestros corazones redentoristas, tiene dos caras que no por contradictorias van menos juntas.

Por una parte se exalta todo lo indio: nos dice que ya quisiéramos para nosotros la cerca­nía india con la naturaleza, su medicina sin efectos secundarios y procedente de la madre tierra, su alimenta­ción alta en fibra, sus métodos de cultivo respetuosos porque no em­plean maquinaria agresiva ni agentes químicos (y la quema y roza con la que acaban la selva se justifica porque son pobres). Ya quisiéramos hasta su magnífica democracia: directa y de mano levantada en asamblea comunitaria, todos frente a todos. Pero luego, por otra parte, nos dicen que “hemos abandonado a nuestros indios” porque carecen de todo aquello que a nosotros nos separa de la naturaleza: piso de cemento, buenas cose­chas gracias a los fertilizantes e insecticidas químicos, grandes hospitales donde se apli­can medicamentos artificiales, además de procedimientos inva­sivos tan ajenos a los usos y costumbres de la medicina india. Los admiradores de la vida india se recetan, para ellos, una vida muy distinta a esa dorada cercanía india con la naturaleza (con excep­ción de las camisas bordadas que sí usan y tan barato pagan): una medicina agresiva, alimentos al­tos en colesterol; grasas perjudicia­les como la mantequilla, la crema y las mayonesas; autos contami­nantes, y una democracia que sea todo menos directa, donde esté asegu­rado el anonimato del votante y argumentamos que es la única manera en que nosotros podemos ejercer el voto sin presio­nes, lo cual, claro está, no vale para los indios porque ellos deben seguir sus “usos y costumbres”.

Imaginemos los gritos del PRD y su prensa satélite si un sindicato priista exigiera a sus miembros votar en asamblea por voto abierto. Sólo cuando se trata de indios pen­samos que votar frente al cacique (y en su contra) se llama “demo­cracia directa”, y que es buena costumbre porque es india y sigue los “usos y costumbres” indios. Ah, los eternos eufemismos y los círculos viciosos del pensamiento.
Darwin en la selva

Las culturas son organizaciones vivas. Nacen, crecen, florecen y mueren. En ese lapso compiten entre sí por sobrevivir. Unas triunfan porque son mejores. Las inferiores pere­cen. O mejor dicho, a la inversa: llamamos mejores a las que triunfan e inferiores a las que perecen.

El Viejo Mundo produjo grandes culturas mucho antes que el continente americano. Este es un hecho que sólo puede negar el relativista acérrimo, una forma à la mode de fundamentalismo que extiende las nociones democráticas de la igualdad entre los indivi­duos, a la igualdad entre las culturas. Quien crea que los hotentotes de la selva africana o los yanomamo (gulp) de la selva amazónica nada tienen que pedirle al refina­miento chino, a los interiores ára­bes, al pensamiento hindú, debe detener aquí mismo su lectura: ante el absurdo y el ridículo no hay argumentos posibles.

Sigamos con quienes prefieran la pirámide de Keops a la choza de vara y lodo.

China, India, Egipto y Mesopotamia florecieron miles de años antes de nuestra era, cuando el occidente de Europa vivía en cuevas, el norte estaba apenas habitado y Amé­rica no tenía nada importante, como demuestra la arqueología.

Es difícil explicar estas grandes diferencias entre aquel mundo y éste. Siempre que se intenta se cae en alguna forma de reduccionismo.

El hecho es que razas tan diversas como las que produjeron esas grandes culturas dieron a sus pueblos un alto nivel de vida.

Mismo que no alcanza­ron otros pueblos. La muralla china, las tres pirámides mayores, Babilonia y Nínive, no tienen equivalente americano por mucho entusiasmo que uno invierta en la excursión a Chichén Itzá.

A riesgo de caer en el reduccionismo ya señalado, busquemos las mayores diferencias entre el Viejo Mundo (Asia, norte de Africa, este del Mediterráneo) y América. Hay tres: el río, el caballo y el mar. Esto es; ríos navegables, caballo para transporte y mar igual­mente navegable, como es el Mediterráneo con sus numerosas islas para ayudar a las más lar­gas travesías, y su reducida anchura que hace también un oleaje sin riesgo para las pe­queñas embarca­ciones de los pueblos antiguos. Caballos y barcos llevaron las ideas, las invenciones y los productos entre naciones tan distantes como, en América, los imperios inca y azteca. Pero aquí apenas si pudieron unos saber de los otros: todos los ríos se cru­zan espumo­sos y rugientes al fondo de barrancas profundas; el océano Pací­fico, sin islas entre las costas de los actuales Perú y México, levanta olas de varios metros.

Los pueblos americanos nunca construyeron barcos porque no había donde navegar con ellos.

Por lo mismo no descubrieron Europa. Claro, está la enorme excepción del Mississipi. Ignoro en absoluto por qué no surgieron grandes culturas a lo largo de sus riberas, de clima tan si­milar al benigno del sur europeo y aguas tan navegables para sos­tener un intenso comer­cio de bienes y de ideas.

Algo así como un equivalente del variado mundo mediterráneo. No encuentro explicación.

Y en cuanto a los caballos, sí los hubo en América. Los restos fósi­les comprueban la existencia de un caballo americano. Pero si los chinos inventaron la costumbre de mon­tarlos, domesticarlos y em­plearlos como medio de transporte, los americanos se los co­mie­ron.

Lo cual no es prueba de nada, es un hecho. Como es otro he­cho que los chinos, tras inventar la pólvora, la emplearon para hacer bellos fuegos de artificio.

Los europeos tuvieron la ocurrencia de meterla en un tubo de hierro para impulsar una bala y así cam­biaron el mundo, incluida China, con una invención china.
La ciencia

Si la aridez cultural del verde, pródigo y suave Mississipi es prueba contra el reduccio­nismo geográfico intentado apenas líneas arriba, hay otro elemento para explicar la es­pectacular caída del mundo indio ante el embate europeo.

Fue un solo aspecto del pen­samiento surgido en el Viejo Mundo lo que dio a los europeos esa inmensa ventaja des­plegada sobre los pueblos americanos (y los de otros continentes): la atrabiliaria idea de querer explicar la naturaleza sin recurrir a dioses y espíritus cuya voluntad produce los fenómenos naturales, sino buscar en leyes naturales la explicación de los fe­nómenos na­turales.

Esa absurda idea nació en la zona de con­fluencia de todas la grandes culturas del Viejo Mundo: en la costa egea de Asia Menor.

Así fue como, 300 años antes de nuestra era, Eratóstenes midió la circunferencia de nuestro planeta sin otro equipo que dos varas clavadas en ciudades distantes, la medición de la sombra proyectada en Alejandría y en Siena, del Alto Egipto y, lo más importante, el equipo intelectual de la geometría de Eucli­des.

Este es uno de los más bellos momentos del pensamiento humano y no existe nada comparable en América. No porque haya sido habitada por pueblos más tontos, sino por­que nunca abando­naron las explicaciones religiosas.

De igual forma, las más altas culturas americanas, como olmecas o mayas, produjeron un arte que rivaliza en los relieves, esculturas y pinturas con lo mejor del Viejo Mundo.

Pero a su arquitectura le faltó una invención definitiva: el arco.

Es definitiva porque la acu­mula­ción rectilínea de arcos da la bóveda, y su giro de 180° resulta en una cúpula. Y éstos, bóveda y cúpula, son los medios para crear grandes interiores con los mismos materiales de construcción anti­guos: piedra y argamasa. Los egipcios y babilonios produjeron inte­riores pobres, plagados de columnas, porque cubrían sus edifica­ciones con las piedras más grandes que podían cortar y las soste­nían con las columnas necesarias.

Es el sistema elemental de cuerpos verticales que sostienen cuerpos horizontales. El poste-y-dintel. El más sencillo es el de una puerta: dos cuerpos verticales (postes) que sostienen un cuerpo horizontal, o dintel. El límite de ese sistema se alcanza pronto y está dado por las piedras más largas que se puedan cortar para con ellas cubrir un área plana.

El resultado era un bosque de columnas llenando el interior. Dos mil años después, una joven cultura, la griega, siguió esos mismos métodos constructivos con idénticos resulta­dos: la gran belleza y armonía de sus exteriores iba aparejada a un decepcionante inte­rior.

Con todo, consiguieron algo que los mayas, mil años después, no vislumbraron: un sis­tema que permitió separar más las columnas al dar una mayor superficie de sustentación al entablamento (o pie­dras horizontales que soportan la techumbre) por medio de un ca­pitel aumentado de un ábaco: una piedra inicialmente recta y sin adornos que, sobre el capitel, proporciona un apoyo extra a la lar­gura del dintel. La continuación de esa idea dio el arco, el alinea­miento de arcos sucesivos dio la bóveda y ésta la posibilidad de crear amplias naves sin columnas internas: bóveda sostenida en muros.

Quien haya estado en el Panteón, el templo para todos los dioses (pan-theon) construido por Agripa en el año 27 antes de Cristo, ha visto el resultado de girar el arco: un recinto cubierto por una cúpula de 43 metros de diámetro y 22 metros de alto.

Mil quinientos años después, los interiores aztecas no podían ni soñar con esas dimen­siones. Y sus pirámides, construidas 4,500 años después que las de Egipto, tuvieron un volumen muchas de­cenas de veces inferior.

Por eso nunca me han asombrado las gran­des culturas americanas. Hacia el año 1300 de nuestra era, con Florencia y Venecia ya construidas, Alejandría destruida y las mayo­res catedrales góticas terminadas, los aztecas eran una tribu que vivía una etapa superada por los chinos 10,000 años antes: el no­ma­dismo dedicado a la cacería y la recolección de frutos silvestres: la forma de sustento de otros primates como los chimpancés y los gorilas.

Llamar “ciencia” a la suma de conocimientos acumulados por las culturas americanas es un forzado estiramiento del término. No es ciencia seguir detalladamente los movimientos de los cuerpos ce­lestes. Ni siquiera es ciencia predecirlos, pues siendo movimientos de ritmo inamovible la sola observación de varias secuencias per­mite suponer que así conti­nuarán ocurriendo por los siglos de los siglos. Ciencia es explicarlos. Eso faltó por com­pleto en los pueblos americanos.
La derrota

Los pueblos de América produjeron arte, y de gran calidad, excepto en arquitectura, donde fueron tardíos (y su retraso se mide en mile­nios), además de pobres en técnica.

Pero no produjeron ciencia, y porque les faltó ésta no desarrollaron técnica, hija de la ciencia. Y sin técnica no vieron facilitada su vida cotidiana, y así permanecen sus descen­dientes más directos, por ser hijos no sólo de su sangre, lo cual no importaría, sino de sus ideas. Porque las conservan viven como lo hacían hace 1,000 años.

Y a esa forma de vida, entonces natural, hoy la llamamos miseria. Ellos no han cambiado, cambia­mos no­sotros y nuestras concepciones sobre la vida cotidiana.

Muchos humanos hemos dejado de emplear la sola fuerza de nuestros músculos para las tareas diarias porque éstas las realizan máquinas, primero movidas por agua corriente, luego por vapor, ahora por electricidad. La medicina moderna parte de explicar la enfer­medad como un producto de agentes no visibles por el ojo desnudo, explicación que de­bemos a Pasteur, apenas a mediados del siglo pasado. Sin esta idea no existiría el desa­rrollo de medica­mentos contra esos agentes de la enfermedad y seguiríamos em­pleando el único recurso: rogar a nuestro Dios, éste sí verdadero y no falso como los de otros pueblos, pero finalmente único dador de la salud.

Pero hubo un resultado más grave de esta ausencia tecnológica de los pueblos america­nos: fue que estuvieron inermes a la hora de la confrontación con las culturas europeas.

Habiéndose comido a los últimos caballos varios milenios antes de nuestra era, no sólo care­cieron de ese transporte, empleado por los pueblos asiáticos de manera directa al montarlos, sino que tampoco alcanzaron otro empleo más eficaz del caballo: como bestia de arrastre para carros, tanto de transporte como de guerra. Por supuesto conocieron la rueda, como bien lo comprobamos con la enorme rueda de ese relieve que llamamos “calendario solar”. Hicieron además pequeños coches con ruedas como juguetes para sus niños. Pero nunca pen­saron siquiera en la tracción humana.

Y las culturas, como las especies, se confrontan entre sí y sin re­medio sobrevive la mejor adaptada para las necesidades de ese momento. Defender a las perdedoras es una tarea destinada al fracaso: o se suman a la vencedora o desaparecen. Hay una tercera vía y es extraordinaria. Sólo conozco un caso: vencer al vencedor por otros medios que no son la confrontación directa. Es la vía griega. Dice el dicho: Grecia vencida venció al vencedor.

Luego de ser vencida por Roma en el año 190 antes de nuestra era, tras la derrota de Magnesia, Grecia se convirtió en lugar de peregrinaje obligatorio para todos los arquitec­tos romanos, los escultores y pintores allá se formaban, no se podía ser escritor romano de me­diana calidad sin dominar perfectamente el griego y la literatura griega desde Ho­mero en adelante. Ningún filósofo romano podía prescindir de la lectura de Platón y Aris­tóteles.

El idioma griego era el medio de comunicación entre la gente culta del imperio romano. No dominarlo era tan vergonzoso como fue en el Renacimiento no hablar latín, en el siglo pasado no hablar francés y ahora no hablar inglés. Convertida en provincia romana en el año 148 antes de Cristo, ya Roma hacía mucho que era una provincia inte­lectual de Grecia. Eso significa “Grecia vencida venció al vencedor”.

Pero las culturas americanas no podían ni soñar con vencer a In­glaterra, España, Francia o Portugal.

La razón es una y una sola: no habían conseguido alcanzar la idea de que la naturaleza tuviera explicación en sí misma, de que los fenómenos físicos no se rigieran por el azar ni por el capricho de los dioses, sino por leyes internas que era posible desentrañar por me­dio de la observación. No tuvieron un Aristóteles y eso sí, lo creo sinceramente, es obra del azar. No del azar sin rumbo alguno, sino del predispuesto por hechos anteriores. Aristóteles no habría sido quien fue de no haber contemplado el mundo sobre los hom­bros de gigantes, como diría Newton de sí mismo, dos mil años después, para explicar sus asombrosos descubrimientos. Aristóteles tuvo a Platón y éste al espíritu de los filóso­fos jonios, de Pitágoras, de Tales.

Pero estos grandes del pensamiento no hubieran fructi­ficado si no hubiera nacido un hombre como Aristóteles. Mozart no habría compuesto lo que compuso sin la previa determinación de la escala diatónica que rige a la música de Occidente y que Bach puso a prueba con su monumental El clave bien temperado. Pero sólo Mo­zart pudo llevar la música hasta donde él la llevó. Así ocurre tam­bién con el pen­samiento. A cualquiera se le contamina una laminilla con pelusa blancuzca.

No cualquiera descubre en esa pelusa al primer antibiótico, la penicilina. Para eso se debe tener la altura científica de Alexander Flemming.

La flecha de la inmigración

¿Hay culturas mejores que otras? Los científicos sociales dicen que no. La gente dice que sí. Las culturas que ofrecen a sus miembros una mejor calidad de vida están señaladas por notorias flechas que apuntan hacia ellas. Son las flechas de la inmigración. Contra la opinión de los expertos relativistas, que predican en sus cátedras la igualdad de las cultu­ras, la gente piensa distinto, quizá porque no los lee ni asiste a sus cursos universitarios. La población mundial muestra una muy clara movilidad: del campo a la ciudad, de los paí­ses pobres a los ricos.

Nuestros indios se van a Oaxaca, luego a la ciudad de México, y no pocas veces a California.

Esta corres­ponde con una pequeña cuota de californianos educados y decep­cionados, que viajan a regiones indias en busca del paraíso perdido y recitan a los indios los preceptos del desarrollo: no comerás azú­car refinada, sal en abun­dancia, carnes rojas, conservas, verduras ni frutas de perfección contranatura por efecto de plaguicidas y ferti­lizantes. Todo ello altamente nocivo para tu salud.

Pero el hecho es que la prédica californiana es poco efectiva. Se despachan unos hongos y regresan a San Francisco, donde en­cuentran a los mismos indios, sobre todo en el valle de San José, y observan con desaliento que han abandonado su sana dieta de alimentos naturales, recogidos a mano en la selva, y se regodean consumiendo hasta latas de alto contenido en conservadores.

La flecha de la inmigración indica el flujo humano hacia las culturas consideradas mejores por quienes no han logrado que sus culturas propias los satisfagan. No es la antropología quien define las mejo­res culturas, sino la gente al elegir destino. El agua fluye hacia te­rrenos más bajos aunque contradijera alguna teoría en contrario. La inmigración hace otro tanto y así señala cuáles culturas son vistas como deseables por quienes están inconfor­mes con la suya propia.

La prédica relativista e igualitaria se ve negada, en los hechos, por las balsas cargadas de inmigrantes ilegales que van de Africa a Europa, los agujeros en el muro de metal levantado por Estados Unidos para detener el flujo de mexicanos, los desesperados que acaban muertos en el desierto de Arizona, los negros que llegan a Pa­rís, los indios que prefieren las calles de la ciudad e México, los indios más atrevidos que llegan hasta los campos de cultivo esta­dunidenses. Todos dejan atrás su casa, sus pocas propiedades, hasta su idioma y por supuesto sus costumbres. Se dirigen en el sen­tido de las flechas de la inmigración, hacia las culturas que han dado libertad y bienestar a quie­nes las crearon y las disfrutan.

Es el reconocimiento del fracaso propio. Es pedir al vecino cobijo cuando la casa mal construida por nosotros se nos derrumba. Es sólo una respuesta ideológica, que exige ignorar todas las eviden­cias, la que afirma la igualdad de todas las casas.

Es, curiosa­mente, una respuesta elaborada en las culturas hacia donde se dirige la inmigración. En las aulas de Nueva York y de París es donde se escuchan teorías que parecen formula­das para otro pla­neta. Los hechos indican que los indios abandonan, en cuanto pue­den, sus formas de vida. Lo hacen porque son usos y costumbres que, en sí mismos, por sí mismos, son productores de pobreza. La cultura de la pobreza existe y son las ideas, usos y costumbres que han creado pobreza porque ignoran la forma en que la naturaleza trabaja para producir riqueza. Ignoran que hay leyes de la vida ve­getal y animal, que la enfermedad tiene sustratos físicos, que la naturaleza no está dirigida por seres a quienes debemos pleitesía, sino por leyes que pueden proporcionarnos una mejor calidad de vida en nuestro breve paso por la existencia. Esa sencilla noción es la ciencia.

Nuestros indios o emplean electricidad o no la emplean. Si lo hacen deben aprender a producirla, para lo cual son necesarias las herra­mientas intelectuales que sus culturas no inventaron. Así dejarán de ser culturalmente indios. Se convertirán en otro tipo de huma­nos, como las especies que cambian, forzadas por las nuevas circuns­tancias, y sólo so­breviven siendo otra cosa.

Esto es: a fin de cuen­tas no sobreviven. Si no emplean electri­cidad, si se niegan a em­plearla (lo cual no están haciendo, para decepción de algunos “indi­genistas”), les espera la “reservación india”, donde guarden su pu­reza mientras las enfermedades acaban con ellos, ya no cultural, sino físicamente, pues su medicina tam­poco ha encontrado la ex­plicación causa-efecto que nos enseñó Pasteur.

Otras alternativas no hay y estas dos llevan a la desaparición de la especie o de la cultura derrotada, sea porque se transforma o porque sus miembros se extinguen.
El recuerdo
Nos quedarán no sólo el recuerdo, sino muchos elementos de las culturas indias absorbi­das por la cultura general del país: algunas expresiones como “guajolote” y “mitote”, cier­tos elementos de deco­ración que ya no son ni siquiera por completo indias, sino producto del mestizaje. Lo “indio” que vemos es una caricatura, como esos danzantes que bailan en el Zócalo y en la Villa de Guadalupe con penachos de plumas de avestruz, ave afri­cana, calzones como ellos se imaginan que usaron los aztecas y lo que es peor: ojos ver­des y cabellos castaños. O es un refinamiento, como esa vajilla de barro, hermosa y carí­sima, hecha en Oaxaca, con el magnífico buen gusto de una señora de apellido alemán.

Los platos verdaderamente he­chos de barro por verdaderos indios siguen siendo baratos y chuecos.

Da vergüenza, y pena, ponerlos junto a una porcelana inglesa. Se ven como la choza de varas junto a Versalles.

De nuevo, la ex­plicación es la ciencia. Para un simple plato comercial Villeroy et Boch colaboran decenas de técnicas procedentes de todas las ciencias, a excepción de la astronomía.

Si hoy podemos trabajar menos horas para comer, y emplear más tiempo en el desarrollo propio, es porque podemos entregar nuestro trabajo elaborado en una computadora pro­vista de un programa eficaz. Son muchas las ciencias que confluyen para ese resultado.

Ninguna fue creada por alguna cultura india. Esa es hoy su gran contradicción: que de­sean los bienes, pero ignoran cómo se produ­cen. Y no sólo cómo, sino los antecedentes mismos del cómo: la idea de que la naturaleza se explica por leyes internas, que le son propias, y no por fuerzas ajenas, misteriosas y, sobre todo, azaro­sas, casuales, acciden­tales, unas veces benignas y otras malignas.

Esa idea, la de una naturaleza creada por leyes y regularidades, tan extraordinaria en su simplicidad, que apareció como flor en el de­sierto en la costa jónica del Egeo en el siglo VII antes de nuestra era, nunca surgió en las culturas que en todo el globo terráqueo hoy se extinguen entre los piadosos esfuerzos de quienes salvan tam­bién focas y ballenas. No hay remedio: si han de vivir los individuos, las culturas productoras de pobreza habrán de desaparecer.

La única forma de que no se extingan es la reservación donde artifi­cial­mente se les mantenga ajenas al exterior. Y ésa es otra forma de extinción.

Luis González de Alba.
Escritor y periodista.
Su más reciente libro es Los derechos de los malos

MESOGRAFÍA
Fuente: GUILLÉN U. Ulises Humberto. (2004). Antología de antropología. México: Universidad de Cuautitlán Izcalli. P. p. 291-298.

No hay comentarios:

Publicar un comentario